El estante de la nevera

A los veinte, cervezas, coca colas y redbules. A los treinta, los redbules, pasta de curry, mostaza de Dijon, y un montón de salsas exóticas, de abrir, usar una vez y tirar a los 6 meses. A los cuarenta, una mitad la ocupan la salsa de soja y eso que dicen que es wasabi, y la otra mitad una mascarilla, el contorno de ojos y puede que algún sérum. A los cincuenta, la cosmética antiedad y las pomadas antiinflamatorias para los cada vez más frecuentes golpes y accidentes, han colonizado por completo el estante de la puerta de la nevera.

Ayer, después de destrozarme el dedo meñique del pie al levantarme zombie para ir al baño (esa puta costumbre mía de ir descalza), me di cuenta de que el estante de mi nevera reflejaba mi edad más que mis arrugas. Qué cosas. Yo, que me cachondeaba de mi madre porque tenía la nevera llena de medicinas… Está claro que no se puede escupir p’arriba, que tarde o temprano te cae.

Diría que lo de la nevera es un reflejo de cómo he evolucionado: fiestera, disfrutona, responsable, equilibrada (bueno, para lo de equilibrada me falta un ratín o dos, je).

No niego que a veces, cuando al final del día estoy tan cansada que podría desmayarme (frase mítica de mi amiga Sonia Fornieles), me gustaría tener la energía de los 20 y los 30, de llegar a casa, darme una ducha, tomarme un redbul y salir a la calle hasta que encartara. Pero luego recuerdo que no todo era tan bonito, que aquello tampoco era gratis, y que la “bajona” duraba varios días de depresión y de qué estoy haciendo con mi vida, drama queen fiestera.

Es verdad que entonces una pastilla para el dolor de cabeza y un café eran suficientes para remontar, que ahora una noche de excesos me destroza más que una gripe (y por eso huyo de ellas), y que el estante de mi nevera era eso, un estante de nevera y no media farmacia, pero mira, honestamente, creo que no me cambio de década. Qué pereza, prima.

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