Llamarlo por su nombre

Marina Marroquí es educadora social y experta en violencia de género. Imparte clases de Educación Sexual en institutos y asesora a padres y profesores. Es también una superviviente de maltrato psicológico, físico y sexual. Preside AIVIG, una asociación ilicitana contra la violencia de género. Su historia (que podéis escuchar aquí) es relevante no solo por ser un testimonio en primera persona, sino por poner de manifiesto toda la espiral de dominación y violencia que se produce en una situación de maltrato y abuso. Escuchadla con atención, porque lo que cuenta es muy revelador.

Marina insiste en que la mejor manera, si no la única, de acabar con los abusos y el maltrato es educación, educación y educación. Que en los institutos y a edades muy tempranas ya se está sembrando el germen de estos comportamientos. No puedo estar más de acuerdo con ella. Como madre de un preadolescente, un futuro hombre, estoy preparada para enseñar cuál es la actitud correcta y cortar de raíz cualquier comportamiento negativo. Pero la sociedad no me lo pone fácil, porque hay aún muchos mensajes que ensalzan unos valores profundamente machistas. Ardua tarea nos queda, amigas.

El pasado día 25 lo conveniente hubiera sido escribir un artículo sobre el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, pero decenas de artículos sobre este tema se publicaron ese día, y yo quería recalcar una cuestión: es muy importante señalar un día para visibilizar esa lacra social que es la violencia de género, pero luchar contra esto tenemos que hacerlo todos los días.

No hay semana en la que no me llegue al menos un email contando una situación de maltrato. Pero sus remitentes no lo reconocen como tal. Eluden definirlo y se andan con eufemismos: bebe y se pone violento, pero él no es así, es un buen padre, es que hago cosas que le irritan; no le gustan mis amigas porque son solteras y salen de fiesta, las llama putas, así que ya no voy con ellas, porque si no se enfada; llevamos dos años juntos pero nadie lo sabe, dice que quiere estar seguro, pero no conozco a nadie de su entorno y siempre nos vemos en mi casa, no salimos a ningún lado; al principio estaba loco por mí, me llamaba guapa y princesa, ahora solo me dice que estoy gorda y no para de decirle cosas a mis amigas delante de mí, qué buena está Pili, qué tetas tiene la otra; me llama estúpida, tonta, inútil, que no sé hacer nada a derechas; los sábados son el peor día de la semana, porque quiere sexo, bueno, sexo, quiere meterla, le da igual cómo esté yo, la mete, aunque me duele todas las veces, algunas lloro, dice que soy una frígida que no sirve ni para follar, luego no me habla en dos días”. Y sigue y sigue la lista. Pero ninguna es capaz de ponerle nombre, porque cuesta verbalizarlo, porque cuesta reconocerlo.

Lo que me preocupa más que nada es que estas mujeres que me escriben como último recurso. Lo hacen porque no tienen a quien contarle esto, porque las han aislado del todo, o porque no tienen a quien contárselo, o porque nadie las cree, o porque en su entorno estos comportamientos se consideran normales. Y mi trabajo consiste en hacerles ver que están en una situación de maltrato, que no es culpa suya, que tienen que buscar ayuda y salir de ahí.

Algunas son niñas muy jóvenes y otras mujeres adultas que llevan toda la vida sufriendo esto, muchas veces encadenando una relación de abuso con otra. A todas las digo que se puede salir de ahí, que no importa cuántas veces vuelvan a caer, que al final se sale.

Se puede, de verdad que se puede, pero lo primero es llamarlo por su nombre, sin maquillarlo.

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